Escuela-Carcel
Como todos sabemos, Pinocho odia la escuela y huye de ella. Se va a callejear, a encontrarse con unos titiriteros ambulantes que le dan una función mucho más atractiva que cualquier clase escolar. Un niño de carne y hueso tal vez no se escape hoy de la escuela, pero espera ansioso que se acabe la jornada en el aula para volar a su casa y prender el televisor, correr a un cíber o juntarse con sus amigos. Tanto Pinocho como nuestro escolar actual se sienten prisioneros y no siempre les prestemos la debida atención.
Los estudiantes, en general, no tienen totalmente en claro para qué van a la escuela. Poseen brumosas imágenes, según las cuales estudiar es indispensable para conseguir un trabajo digno, progresar en la vida o convertirse en una persona buena y culta, socialmente aceptada. Pero todo eso, a la edad de ellos, se presenta como lejano y difuso. Constituye una seria dificultad explicar a un estudiante de nivel primario o secundario las razones por las cuales debe pasar muchas horas del día encerrado entre las paredes del aula, cumpliendo con obligaciones que pocas veces valora o entiende. Un adulto puede ver a su lugar de trabajo como un sitio de encierro, pero se somete a esa cárcel porque el salario que se lleva le es indispensable para vivir. Los chicos no llegan a comprender para qué se los obliga a aprender matemática, geografía, historia, biología y muchas cosas más, cuando a ellos poco y nada les interesa. Por eso es que suelen reaccionar con la clásica y milenaria indisciplina, correlato casi obligado de una situación que se vive como un ahogo. Y esa indisciplina lleva a diferentes formas de castigo o represión, que hoy están atenuadas, pero que en otros tiempos fueron terribles.
Las respuestas que se escuchan ante este problema giran alrededor de algunas ideas más o menos comunes. La carga de la culpa puede volcarse hacia el niño (o adolescente) que estaría evitando lo que es su obligación, supuestamente ineludible; o hacia la escuela responsabilizándola por no haber sido capaz de crear en sus alumnos la conciencia de la importancia que tiene lo que en ella se hace. A veces se puede reprochar a la institución escolar por no haber sido capaz de cultivar la pedagogía del esfuerzo, según la cual los aprendizajes son obligaciones que requieren ser cumplidas, aunque no resulten agradables. Este problema, que no es nuevo, se ha agudizado particularmente en nuestra época, en la medida en que han crecido los intereses no escolares capaces de atrapar a los chicos (como la TV, por ejemplo). Algunos pedagogos o docentes con inquietudes se preguntan qué es lo que hace mal (o no hace) la escuela para granjearse el desinterés de sus alumnos.
Ese histórico odio o rechazo no existe en todos los niveles del sistema escolar. Los niños de los jardines de infantes (una institución relativamente nueva, en términos históricos) suelen ir a la escuela contentos y exhiben orgullosos lo que en ella hacen. Algo parecido ocurre, aunque el amor va disminuyendo gradualmente, en los primeros tramos de la escuela primaria. El sentimiento de encierro aparece durante el próximo tramo educativo. ¿la pregunta que debemos hacernos los docentes es cómo hacer para quitar este sentimiento?
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